Cuando terminé mi primera exploración de Cosmonauta quedé dudando de cómo proponer algunas claves de lectura sobre este artefacto que demandaría, más bien, un seminario para su inagotable discusión. Y digo artefacto a falta de mejor palabra, o porque decir libro me parece ya insuficiente para este conjunto de textos, imágenes, disposiciones textuales y símbolos, desplegados como una constelación de recuerdos, imaginaciones, invenciones, pieles, dolores, deseos que Enza García congrega en Cosmonauta. Este título me hace pensar también en el Altazor de Vicente Huidobro, en la sensación de desprendimiento de su hablante lírico, esa experiencia de la caída y desarticulación del sujeto, ese devenir del lenguaje en el Canto VII cuando leemos, o quizá escuchamos, una pura secuencialidad vocálica que hace implosionar el propio libro. Pero a diferencia del poeta chileno, o mejor dicho, entre muchas diferencias que podamos hallar entre Altazor y Cosmonauta, resulta que en este último más que una caída estamos ante un estallido espacial que se expande y nos hace navegar por tiempos y lugares inhóspitos.
En Cosmonauta todo parece estar al borde del desmoronamiento, en un abandono y una soledad que no logran resarcirse. Pero este derrumbe, este desplome, perdura al borde, en suspenso, o como escribe Enza al cierre de Cosmonauta, “el fin de mundo era esto / un cohete que no tenía cielo”. Este permanente estado de flotación de un cohete sin cielo se trasluce también en la propia disposición del artefacto, donde se me hace difícil aterrizar y quedarme con una sola imagen o poema, donde cualquier alunizaje es tan solo momentáneo, donde más bien siento la necesidad de continuar sondeando la galaxia que Enza ha armado.
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